Mientras veo
la lluvia caer a través de mi ventana observo a un par de jóvenes correteando
por la acera intentando evitarla. Menos mal que han encontrado dónde cobijarse.
El portal de la casa de enfrente es grande y majestuoso, de esos que se
construyeron a principios del siglo XX, robusto y distinguido. Su cornisa es lo
suficientemente amplia como para albergar, tras esta inoportuna lluvia, a unos
cuantos. Yo diría que ocho o diez personas donde el espacio entre ellos se
dilata lo necesario. Pero me dejaré de cálculos innecesarios, qué absurdo. Es
mucho más emocionante mirarlos a ellos. Él le sacude con suavidad el anorak y ella
parece sonreír. ¡Vaya! Menudo beso le ha dado. No sé por qué agacho la cabeza,
como si me ruborizada estar presente en ese momento tan dulce.
Me
rasco ligeramente la frente y vienen a mi memoria esos recuerdos que me
provocan una tímida sonrisa. Entonces contaba con trece años de edad pero yo
anhelaba ser mayor y me hacía la interesante para parecerlo, sobre todo cuando
le di mi primer beso al chico más guapo que jamás hubiera visto antes. Se
trataba de Lucas, el hermano mayor de mi amiga. Muchas chicas, por aquel
entones, navegaban nadando sobre el mismo mar, quedándose prendadas del hermano
mayor de su mejor amiga. Él rondaba los diecinueve y creí saber lo que era
enamorarse. No veía nada más a mi alrededor.
Una
tarde, después de regresar de clase nos reunimos otras dos amigas y yo en casa
de Elena. Para nuestras madres la excusa perfecta siempre era la misma,
debíamos estudiar para el control del día siguiente. ¡Por Dios! No hacíamos ni
el amago de abrir un libro. Nos encantaba reírnos haciendo chufla de todo, pero
al pensarlo detenidamente me doy cuenta de la candidez que emanaba de nuestro
interior. Treinta años son capaces de cambiar lo incambiable. Pero dejémonos de
eso ahora. Recuerdo, esa misma tarde, cuando nos pusimos a jugar a las prendas.
Elena no me dijo que su hermano estaba en casa hasta que en ese momento me tocó
pagar mi prenda. Ella, a sabiendas de la atracción y delirio que me suscitaba Lucas
me sugirió ir a su habitación con la mala intención de besarle. Mis pómulos
enrojecieron como volcanes en erupción y me negué rotundamente a realizar tal
fechoría, pero al final la insistencia de las tres y mi deseo de verle ganaron
por goleada.
Llame
tímidamente a la puerta y enseguida escuché su voz que me invitaba a pasar.
Tragué saliva y abrí lentamente la puerta. Allí estaba él, estudiando. Empecé a
derretirme como la mantequilla al observar cómo me miraba por encima de las
gafas esbozando una maravillosa sonrisa. Me acerqué a su mesa y posé en ella mi
mano temblorosa. Le dije con entrecortadas palabras en qué consistía mi prenda.
Él se lo tomó como lo que era, un juego. Lo vi en sus ojos. ¿Qué otra cosa si
no? Se levantó y me agarró suavemente del mentón y unimos nuestros labios
durante unos largos segundos.
Las
tres tontas, porque no tenían otro calificativo, se pusieron a mirar tras el
quicio de la puerta con esa sonrisita maliciosa mientras yo pasaba por el
trance más emocionante de mi vida al tener que confesarle que él era mi…
premio.
Cuál
fue mi asombro al enterarme que Héctor, su otro hermano, dos años menor que
Lucas, bebía los vientos por mí. No podía entender que se fijara de ese modo cuando
yo solo tenía trece años. Fue entonces cuando comprendí que la niña ya no
estaba y que había florecido una jovencita que rebosaba una nueva vida llena de
emociones y con la avidez suficiente para vivir maravillosas experiencias.
Estuve
enamorada de Lucas largo tiempo, en la medida que yo entendía, pero nunca me
correspondió, como era de esperar.
Un
día, cuando me dirigía a hacer los recados que mi madre me encomendaba,
quisiera o no, noté que alguien me agarraba del brazo y al girar la cabeza
comprobé que se trataba de Héctor. Me condujo algo acelerado hasta la entrada
de un garaje cercano a la panadería, entonces fue cuando no se pudo resistir y
me confesó que me besaría aunque después le moliera a bofetadas, pero me dejé
llevar porque vi en sus ojos la sinceridad que transmite un corazón atrapado,
porque así me sentía yo. Se acercó muy despacio a mis labios y me besó tan
dulcemente que no pude resistir la tentación de rodearle con mis brazos.
Entonces todo cambió. Nos hicimos inseparables pero meses después él se tuvo
que ir a la mili y yo me trasladé con mi familia a otra ciudad lo
suficientemente lejos como para perder poco a poco el contacto entre nosotros.
Ni siquiera las cartas que nos enviábamos sirvieron de acicate para mantener
viva nuestra breve, aunque intensa, historia de amor. Tampoco mi amiga Elena
pudo mantener atado el lazo que nos unía y que fue deshaciéndose al mismo ritmo.
Ha
parado de llover y parece que el sol, aunque tímido, se deja ver entre las
nubes. Los jóvenes ya no están pero los recuerdos se agolpan en mi mente.